Sicilia es la mayor isla del Mediterráneo y la cuarta más grande de Europa. La posición privilegiada que ocupa ha permitido que durante más de 6.000 años diferentes culturas, tanto de Europa como de África, hayan dejado su huella en la isla en forma de ruinas, monumentos, edificios y leyendas. Según La Odisea, el héroe Ulises, en su viaje de regreso a casa desde Troya, se dirigió a esta fértil isla llena de cabras salvajes, algunas de las cuales mató para comérselas y allí se quedó siete años. Era la tierra de los feroces cíclopes, llamados así porque todos tenían un deslumbrante ojo en medio de la frente y allí se las tuvo que ver con el mítico Polifemo.
Italia es el primer país del mundo en número de lugares denominados, por la Unesco, Patrimonio de la Humanidad. Cinco de esos enclaves se encuentran precisamente en Sicilia:
−el área arqueológica de Agrigento: el Valle de los Templos
−la Villa Romana del Casale, en Piazza Armerina
−las islas Eolias (con Vulcano, Stromboli y Lípari)
−las ciudades barrocas del valle de Noto y Siracusa
−la necrópolis rocosa de Pantalica.
El escritor francés Guy de Maupassant, en sus años jóvenes, viajó por el norte de África, Córcega e Italia, y fruto de sus experiencias fue su respectivo libro de viajes (“La vida errante” lo tituló y lo publica en 1890), en el que hace jugosos comentarios sobre la isla de Sicilia. Empieza diciendo:
“Existe en Francia el convencimiento de que Sicilia es un país salvaje, difícil y aun peligroso de visitar. De cuando en cuando algún viajero que pasa por audaz, se aventura a ir hasta Palermo, y vuelve declarando que es una ciudad muy interesante. Y he aquí todo. ¿En qué son interesante Palermo y la Sicilia entera?”
Y se propone averiguarlo por sí mismo. Esa es la actitud correcta. Comprobar si lo que nos han contado es correcto. Y el mismo Maupassant sentencia que lo que hace de ella una tierra indispensable para ver y única en el mundo: “es la circunstancia de ser, de un extremo a otro, un museo de arquitectura”.
Estamos, por tanto, ante una isla singular, plagada de lugares de magia y de ensueño. Detallar todos y cada uno de los misterios que en ella se albergan no es tarea fácil, pero en el viaje que hice a Sicilia este último verano visité muchos de esos enclaves que tienen la virtud de asombrarnos o sobrecogernos, según la sensibilidad de cada uno. A mí, al menos, no me dejaron indiferentes y por eso os voy a señalar algunos de ellos en los próximos días.
La Villa Romana del Casale
Ubicada a unos 4 kilómetros al suroeste de Piazza Armerina, más que una villa romana, que lo es, es la Gran Villa, por su amplitud. Por lo que se ve y por lo que no se ve. En definitiva, que no repararon en gastos. En un primer momento, uno puede tener la tentación de no visitar este lugar ante la peregrina cuestión de: “¿para qué voy a ver un sitio que solamente tiene mosaicos romanos? Con la cantidad de ellos que tenemos en España”. Pues ya os digo que desechéis esa idea y no os marchéis de Sicilia sin ver esta maravilla.
Si hay tiempo, antes o después de pasar por el Casale, podréis visitar la Piazza Armerina que tiene nombre de plaza pero es toda una ciudad, hecha y derecha. Sobre un pequeño cerro, tienen su emblema que no es otro que la Catedral o Duomo, fundada en el siglo XVII, pero con añadidos posteriores. El edificio es de estilo barroco, pero el campanario (aprovechado de otra iglesia anterior) es de estilo gótico catalán, inconfundible por la forma de las ventanas. Otro motivo de atracción turística para ir a Piazza Armerina es la fiesta del “Palio de los Normandos”, una representación con disfraces de época que conmemora la entrada del conde normando Roger I en la ciudad, antes de convertirse en rey, que se celebra entre 13 y el 14 de agosto.
Pero bueno, lo más destacable, sin ningún género de dudas, es su joya de la corona que no es otra que la espectacular Villa Romana. En sus orígenes debió ser un pabellón de caza de alta alcurnia y hoy constituye el conjunto de restos de la era romana más importante de toda Sicilia. Era la residencia de un alto dignatario romano. Y no me refiero a un cónsul, a un senador o a un patricio. Los datos más recientes dicen que lo manda construir el emperador Diocleciano para su solaz y el de su amigo Maximiano, con el que gobernó el imperio hasta el año 305.
La Villa Imperiale del Casale ha llegado a nosotros casi de milagro, entre otras cosas porque se descubrió por pura casualidad. Cuando llegaron los normandos en el siglo XI no supieron apreciar esta belleza pagana y la ignoraron. Luego fue recubierta de barro por un corrimiento de tierras a causa de un terremoto en el siglo XII. Desde entonces, pasó al olvido. Las primeras referencias a su existencia son de 1761 y los primeros trabajos arqueológicos se iniciaron en 1881, pero no fue hasta la década de 1950 cuando se dieron cuenta de lo que tenían entre manos. Cada vez que quitaban tierra aparecían las teselas de estos mosaicos en su máximo esplendor y rápidamente los arqueólogos supieron que estaban en presencia de uno de los palacios romanos más suntuosos y fastuosos de Europa. Por esa razón, fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1997. Y eso que aún la Villa no ha sido excavada en su totalidad. Se sabe que ciertas dependencias de los esclavos aún permanecen bajo tierra a la espera del momento propicio. Solamente hay dos palacios privados que rivalizan con esta villa siciliana: la villa de Adriano en Tivoli, cerca de Roma, y el palacio de Diocleciano en Split, en la actual Croacia.
La Villa Imperiale está formada por cuatro grupos de edificios conectados entre sí con unos 3.535 metros cuadrados de mosaicos policromados de los siglos III y IV, considerados los más bellos del mundo. En fin, para decir eso habría que haber visto a la competencia, aunque todo el conjunto es espléndido y el nivel de detalle que tienen es impecable. Cada una de las 50 salas posee los suyos y todos diferentes. A modo de ejemplo, destacaremos el Ambulacro della Scena della Grande Caccia, un pasillo de 64 metros de largo con unos mosaicos que representan una escena de caza mayor con todo tipo de animales terrestres y acuáticos: tigres, leopardos, elefantes, antílopes, avestruces y hasta un rinoceronte. Se cree que con tanta caza provocaron la extinción de algunos de ellos, como el león norteafricano.
Otra sala a destacar es la de Dieci Ragazze, la cual muestra a diez chicas jugando a la pelota o haciendo ejercicios gimnásticos, algunas de ellas con mancuernas en sus manos, vistiendo bikini y todas con un piercing en el ombligo, lo que parece demostrar que esta mini prenda de ropa y esa costumbre ya la habían inventado los romanos al menos en el siglo IV. Bien es cierto que el ombligo anillado era un signo de distinción de la antigua realeza egipcia, prohibido a todos aquellos que no fuesen nobles.
En el dormitorio principal tiene también su escena erótica, con una pareja besándose y ella enseñando parte de sus nalgas, digo yo que para motivar a los ocasionales amantes aunque la verdad es que es un mosaico tan recatado que de lujurioso e incitador tiene muy poco, sabiendo como se las gastaban los romanos.
Tanta belleza tiene un pero. Es el techado acrílico de la Villa Romana que cubre los mosaicos y que acarrea su polémica. Lo que un principio parecía una buena idea, con el tiempo se ha demostrado que es un desastre porque crea un efecto invernadero con 40 grados de temperatura en su interior (los turistas lo sufren en sus carnes) y un grado de humedad del 80%. Nada bueno para nadie.