«Los viajes enseñan la tolerancia», aseguraba Benjamín Disraeli y que lo diga un político tiene mucho más mérito. Estoy totalmente de acuerdo con él y también con lo que dijo el escritor italiano Goldoni: «quien no ha salido nunca de su tierra está lleno de prejuicios».
Eso no quiere decir que viajar nos haga mejores personas, pero si nos hace tener otros puntos de vista, otros valores, otras percepciones muy útiles para poder comprender a un país, una región o una religión. El viaje, si se hace con consciencia, es mucho más que un viaje, es una sutil escuela de aprendizaje, otros dirían que todo recorrido es un viaje iniciático para entendernos un poco mejor a nosotros mismos. Cualquier definición vale porque, en definitiva, no hay dos viajes iguales, como tampoco hay dos formas iguales de sentirlo. Cuántas veces ha pasado que dos amigos que han hecho el mismo recorrido por el valle del Nilo o por las ruinas mayas del Yucatán a su regreso cuentan sensaciones diferentes. Los dos han estado en Egipto o en México, pero son dos viajes muy diferentes. A uno de ellos el viaje le ha calado hasta el tuetanillo, sintonizando con el lugar, y al otro le ha dejado totalmente indiferente.
Esa es la diferencia entre ser un turista y un viajero. El turista no viaja, se desplaza; no mira, sólo ve cosas; no recuerda, únicamente hace fotos. En cambio, el viajero de lo trascendente sabe a lo que va y para qué va. Tiene ansias de conocimiento y por eso quiere saber más del lugar que visita. Y si llega la oportunidad, le gusta tocar las piedras, abrazar a un árbol, compartir sus experiencias con sus compañeros de viaje, saborear el plato típico de la zona, ensimismarse con un capitel románico y perderse en los laberintos de una catedral. Al viajero le gusta disfrutar del momento, le gusta «estar» y «mirar», sí, mirar, observar, extasiarse y hasta meditar si fuere menester. Un turista se puede cruzar con un viajero y ni siquiera se verán. Buscan cosas distintas: el turista la última foto y el viajero el último instante.
Ya sé que en estos tiempos que corren donde la prisa es un denominador común, donde el estrés forma parte de nuestra rutina, donde el viaje lo entendemos como un lugar en el que pasar las vacaciones con la familia, es muy difícil entender la enseñanza oculta y el mensaje subliminal que nos trasmite cada viaje que emprendemos en nuestras vidas. Pueden ser muchos o pocos, de largo recorrido o a la vuelta de la esquina, pero todos ellos son capaces de transformarnos. Si nos dejamos...
Una vez una amiga me decía que soy la única persona que conoce que le ha dicho que un viaje le ha cambiado. La mayoría de la gente vuelve intacta de los viajes. Quiero decir que los recuerdos y las impresiones son superficiales. Todo es consumo rápido. Por eso hay tantos turistas y tan pocos viajeros. No es frecuente que el viaje físico, de una o dos semanas, propicie la búsqueda interior. Eso es lo que pensamos y tiene su lógica. Pero si cambiamos el enfoque quizás nos daremos cuenta de que cada viaje es una etapa dentro de un largo peregrinaje por todo el mundo.
Por mi experiencia sé que muchas personas buscan «algo» en cada viaje que emprenden y a veces ni ellos mismos lo saben. Unos creen que están allí por casualidad, otros porque va su compañero o su cónyuge, otros porque no tenían una opción mejor para esas fechas, otros para ver si encuentran un ligue ocasional, otros... que más dá. La mayoría no se da cuenta de que lo importante no son las razones por las que están allí sino el hecho de «estar allí». Ellos no eligen el enclave, es el enclave el que les elige a ellos.
Ante todo hay que tener en cuenta dos factores: la compañía —cuántos viajes se van al carajo por no saber elegir al compañero, al guía o al grupo adecuado— y tu estado de ánimo —cuántos viajes se chafan por no ir con la predisposición positiva adecuada—. Para viajar hay que ir ligeros de equipaje y no me refiero exclusivamente a la ropa que metamos en la maleta sino a ir libres de prejuicios, de inquietudes, de malos rollos, de angustias, de miedos y de convencionalismos.
Esa manida frase de «allí donde fueres haz lo que vieres» adquiere toda su amplitud si sabemos que es una verdad incuestionable: el respeto hacia las costumbres, las tradiciones, los ritos de cada lugar es fundamental para estar integrado no sólo en el paisaje sino también en el paisanaje. Ese es uno de los secretos.
Y os voy a revelar otro secreto: en los viajes en grupo, cuando todos los integrantes están en esa misma armonía y sintonía, se produce un singular fenómeno del que no todo el mundo es consciente. El lugar mágico hace que la energía de cada uno de los miembros se canalice y se incorpore a una energía global de grupo, lo que los místicos han llamado un «egregor», que es la fuerza generada por la suma de las energías físicas, emocionales y mentales de dos o más personas cuando se reúnen con cualquier finalidad y más si esa finalidad es abrirse a nuevas experiencias, conocimientos y vivencias.
En cualquier viaje tened claro una vieja Ley: nada ocurre por casualidad, así que tú, que ahora estás leyendo esto, y no por casualidad, te doy un pequeño consejo: cuando viajes puedes elegir hacerlo como turista o viajero y si lo haces de esta última manera recuerda que lo más importante no es el destino final sino el propio camino, porque el viaje es el arte del encuentro, con la propia naturaleza, con otros compañeros de fatigas y hasta con nosotros mismos. No lo olvides. ?Ah! Y, ante todo y sobre todo, sé feliz en tu próximo viaje.
Publicado en la Revista Espacio Humano nº 124. Noviembre de 2008